Por Víctor Paz
Aunque no era su costumbre engordar vagabundos ni siquiera en navidad, observó detenidamente a la pepenadora y
sintió lástima por ella. La cena de la corporación había estado espectacular, levemente superada
por la de Viodelda el pasado año nuevo. Pero seguramente inferior a la que le cocinaría,
después de enterarse del ascenso que le acababan de dar. Néstor pensaba que el mayor estimulante
femenino era el dinero, tanto igual para su esposa, como para la vagabunda que le
acometía. Así que metió la mano en el bolsillo izquierdo de su chaqueta y
extrajo unas cuantas monedas.
-¡Feliz navidad!- le dijo sin más apremio que
una mueca de asco, arrojándole las monedas a la cara.
Antes de abordar el vehículo,
levantó la mirada y vio por arriba de las nubes el enorme rascacielos donde
vivía.
-¿Cómo es la vida, Don Néstor?- se dijo a sí
mismo-, ir del más lujoso al más alto edificio del país.
Sonrió mirando de reojo su sombra
sobre la nieve. Respiró lo más hondo que
pudo y dijo:
-Mi familia y yo no merecemos menos de la vida.
¡Es lo justo!
Ya habiendo manejado un poco más
allá, y apenas jadeando un susurro de mucha muerte, la noche hacía las paces
con la vida… pero de la peor forma. Todo lo demás fue tragedia en contracción
de parto inducido a la fuerza. La sorpresa
rayó el cielo con un crayola gris obscuro, que se confundía entre nubarrones
vestidos de lujo y drama. Era un misil “urbano”
de aquellos teledirigidos del mismo infierno (o quien sabe de dónde más) que soltó
en caída libre el dolor prefabricado, envuelto en una caja de metal cuya
etiqueta decía por delante: “Sólo abrir en navidad” y por detrás: "Favor
no enviar ofrendas flores" para que la radiación no las marchitara.
Sin embargo, el zumbido en el aire
fue apenas un detalle en comparación a cuando encarnó en la cabeza de aquellos
malditos que lo oyeron explotar, de cerca o a la distancia. A los más afortunados (y alejados) como él,
les brotó sangre de los oídos, quedando sordos e inconscientes casi por un
día. Y así después, hasta que la
imperfección de los tiempos de guerra los regurgitase de vuelta a la vida. Como si un dios de estos cualquiera, expeliera
algo medio muerto o por morir sobre la incertidumbre de “aquello” que en algún
momento llamó “existencia”; pero que entonces, achicharraba (pasando de nevadas
hirvientes a lluvia ácida) los corazones apagados de quienes no vivieron para contar
lo mal que sonó aquel villancico.
La tapa del motor se había levantado
frente al parabrisas, guareciéndolo de la marejada de escombros que arrastró la
onda sonora en segundos términos. Las ventanas laterales quedaron pulverizadas,
y el vidrio frontal apenas recibió la curvatura de la tapa abombada y vibrante,
se rajó por completo. Todos los
edificios, casas, puentes y calles a la distancia habían desaparecido. En su
lugar, un enorme hongo de gases de baja densidad florecía irreverente y maldito. Toda su familia, amigos y vecinos estaban
muertos, pero él aún no despertaba.
-¡Despierte!- gritó desde afuera del vehículo
una voz.
Una polvareda de gases calientes y
sumamente tóxicos avanzaba lentamente hacia ellos. Su olor, a lo lejos, irritaba la mucosa nasal
y apretaba el pecho.
-¡A la madre que lo parió!- gritó, desistiendo
por fin.
Sólo pudo sacarse del bolsillo aquellas
monedas que al contacto del aire casi se congelan, y se las tiró en la cara.
-Le devuelvo su dinero. Cómprese una vida – gritó, antes de retirarse
en sentido contrario al del polvorín venenoso.
-Ayuda…- alcanzó a gritar Néstor, poco después de sentir las monedas gélidas sobre su rostro.