viernes, 5 de enero de 2018

Y ella regresó

Por Víctor Paz
Aunque no era su costumbre engordar vagabundos ni siquiera en navidad, observó detenidamente a la pepenadora y sintió lástima por ella. La cena de la corporación  había estado espectacular, levemente superada por la de Viodelda el pasado año nuevo. Pero seguramente inferior a la que le cocinaría, después de enterarse del ascenso que le acababan de dar.  Néstor pensaba que el mayor estimulante femenino era el dinero, tanto igual para su esposa, como para la vagabunda que le acometía. Así que metió la mano en el bolsillo izquierdo de su chaqueta y extrajo unas cuantas monedas.
-¡Feliz navidad!- le dijo sin más apremio que una mueca de asco, arrojándole las monedas a la cara.
Antes de abordar el vehículo, levantó la mirada y vio por arriba de las nubes el enorme rascacielos donde vivía.
-¿Cómo es la vida, Don Néstor?- se dijo a sí mismo-, ir del más lujoso al más alto edificio del país.
Sonrió mirando de reojo su sombra sobre la nieve.  Respiró lo más hondo que pudo y dijo:
-Mi familia y yo no merecemos menos de la vida. ¡Es lo justo!
Ya habiendo manejado un poco más allá, y apenas jadeando un susurro de mucha muerte, la noche hacía las paces con la vida… pero de la peor forma. Todo lo demás fue tragedia en contracción de parto inducido a la fuerza.  La sorpresa rayó el cielo con un crayola gris obscuro, que se confundía entre nubarrones vestidos de lujo y drama.  Era un misil “urbano” de aquellos teledirigidos del mismo infierno (o quien sabe de dónde más) que soltó en caída libre el dolor prefabricado, envuelto en una caja de metal cuya etiqueta decía por delante: “Sólo abrir en navidad” y por detrás: "Favor no enviar ofrendas flores" para que la radiación no las marchitara.
Sin embargo, el zumbido en el aire fue apenas un detalle en comparación a cuando encarnó en la cabeza de aquellos malditos que lo oyeron explotar, de cerca o a la distancia.  A los más afortunados (y alejados) como él, les brotó sangre de los oídos, quedando sordos e inconscientes casi por un día.  Y así después, hasta que la imperfección de los tiempos de guerra los regurgitase de vuelta a la vida.  Como si un dios de estos cualquiera, expeliera algo medio muerto o por morir sobre la incertidumbre de “aquello” que en algún momento llamó “existencia”; pero que entonces, achicharraba (pasando de nevadas hirvientes a lluvia ácida) los corazones apagados de quienes no vivieron para contar lo mal que sonó aquel villancico.
La tapa del motor se había levantado frente al parabrisas, guareciéndolo de la marejada de escombros que arrastró la onda sonora en segundos términos. Las ventanas laterales quedaron pulverizadas, y el vidrio frontal apenas recibió la curvatura de la tapa abombada y vibrante, se rajó por completo.   Todos los edificios, casas, puentes y calles a la distancia habían desaparecido. En su lugar, un enorme hongo de gases de baja densidad florecía irreverente y maldito.  Toda su familia, amigos y vecinos estaban muertos, pero él aún no despertaba.   
-¡Despierte!- gritó desde afuera del vehículo una voz.
Una polvareda de gases calientes y sumamente tóxicos avanzaba lentamente hacia ellos.  Su olor, a lo lejos, irritaba la mucosa nasal y apretaba el pecho.
-¡A la madre que lo parió!- gritó, desistiendo por fin.
Sólo pudo sacarse del bolsillo aquellas monedas que al contacto del aire casi se congelan, y se las tiró en la cara.
-Le devuelvo su dinero.  Cómprese una vida – gritó, antes de retirarse en sentido contrario al del polvorín venenoso.
-Ayuda…- alcanzó a gritar Néstor, poco después de sentir las monedas gélidas sobre su rostro.


domingo, 12 de noviembre de 2017

Un descuido pendejo

Un descuido pendejo
Por Víctor Francisco Paz Fuentes

Desde que la violencia urbana aumentó tanto y tan rápidamente en México, la seguridad obsesionó a Rigoberto; lo que menos quería era un muerto en casa.  Por eso tenía dos cámaras fijas al frente.  Una rotatoria, cubriendo la calle en ciento ochenta grados. Un par más a ambos lados, considerando accesos inadecuados de los vecinos o por cualquier otro descuido pendejo. Dos más atrás, barriendo el patio desde ángulos opuestos.  La preferida, otra de sus bellezas rotatorias, en la sala. Una más en la cocina, otra en la lavandería y dos más en los pasillos interiores (con vista parcial a cada cuarto)  Todas de alta definición y visión nocturna.  Con audio en ambos sentidos, filmación en tiempo real por detección de movimiento, grabando directo a la nube. Las accedía y controlaba fácilmente, utilizando computadoras o celulares desde cualquier parte del mundo.   

- ¡La cámara se volvió a dañar! Se está moviendo.

A papá lo que más le disgustaba (aparte de los poquísimos déjà vu) era la precisión y calidad del enfoque.  Como abogado, conocía de sobra que los entuertos legales a veces liberaban culpables o condenaban inocentes echando raíces por entre la carencia de pixeles.  En consecuencia, no cesaba de probarlas una y otra vez, ajustando los mecanismos giratorios, calibrando el enfoque, tomando fotos, videos etc. 

- ¿De nuevo se está moviendo sola?... Ay bebé lindo, vamos a tener que quitarla.

Sin embargo, de un tiempo para acá le molestaba aún más no poder ver claramente aquel nuevo retrato al centro del aparador cuya nota al pie decía:
“Rigoberto Sánchez, gran padre y amado esposo, descansa en paz. 
Tu esposa e hijo”